lunes, 23 de febrero de 2009

Alfredo Zitarrosa (1936-1989)

Tabaquería - Fernando Pessoa

No soy nada.
Nunca seré nada.
No puedo querer ser nada.
Aparte de esto, tengo en mí todos los sueños del mundo.

Ventanas de mi cuarto,
de mi cuarto de uno de los millones de gente que nadie sabe quién es
(y si supiesen quién es, ¿qué sabrían?),
dais al misterio de una calle constantemente cruzada por la gente,
a una calle inaccesible a todos los pensamientos,
real, imposiblemente real, evidente, desconocidamente evidente,
con el misterio de las cosas por lo bajo de las piedras y los seres,
con la muerte poniendo humedad en las paredes y cabellos blancos en los hombres,
con el Destino conduciendo el carro de todo por la carretera de nada.

Hoy estoy vencido, como si supiera la verdad.
Hoy estoy lúcido, como si estuviese a punto de morirme
y no tuviese otra fraternidad con las cosas
que una despedida, volviéndose esta casa y este lado de la calle
la fila de vagones de un tren, y una partida pintada
desde dentro de mi cabeza,
y una sacudida de mis nervios y un crujir de huesos a la ida.

Hoy me siento perplejo, como quien ha pensado y opinado y olvidado.
Hoy estoy dividido entre la lealtad que le debo
a la tabaquería del otro lado de la calle, como cosa real por fuera,
y a la sensación de que todo es sueño, como cosa real por dentro.

He fracasado en todo.
Como no me hice ningún propósito, quizá todo no fuese nada.
El aprendizaje que me impartieron,
me apeé por la ventana de las traseras de la casa.
Me fui al campo con grandes proyectos.
Pero sólo encontré allí hierbas y árboles,
y cuando había gente era igual que la otra.
Me aparto de la ventana, me siento en una silla. ¿En qué voy a pensar?
¿Qué sé yo del que seré, yo que no sé lo que soy?
¿Ser lo que pienso? Pero ¡pienso ser tantas cosas!
¡Y hay tantos que piensan ser lo mismo que no puede haber tantos!
¿Un genio? En este momento
cien mil cerebros se juzgan en sueños genios como yo,
y la historia no distinguirá, ¿quién sabe?, ni a uno,
ni habrá sino estiércol de tantas conquistas futuras.
No, no creo en mí.
¡En todos los manicomios hay locos perdidos con tantas convicciones!
Yo, que no tengo ninguna convicción, ¿soy más convincente o menos convincente?

No, ni en mí...
¿En cuántas buhardillas y no buhardillas del mundo
no hay en estos momentos genios-para-sí-mismos soñando?
¿Cuántas aspiraciones altas y nobles y lúcidas
-sí, verdaderamente altas y nobles y lúcidas-,
y quién sabe si realizables, no verán nunca la luz del sol verdadero
ni encontrarán quien les preste oídos?
El mundo es para quien nace para conquistarlo
y no para quien sueña que puede conquistarlo, aunque tenga razón.
He soñado más que lo que hizo Napoleón.
He estrechado contra el pecho hipotético más humanidades que Cristo,
he pensado en secreto filosofías que ningún Kant ha escrito.
Pero soy, y quizá lo sea siempre, el de la buhardilla,
aunque no viva en ella;
seré siempre el que no ha nacido para eso;
seré siempre el que tenía condiciones;
seré siempre el que esperó que le abriesen la puerta al pie de una pared sin puerta
y cantó la canción del Infinito en un gallinero,
y oyó la voz de Dios en un pozo tapado.
¿Creer en mí? No, ni en nada.
Derrámame la naturaleza sobre mi cabeza ardiente
su sol, su lluvia, el viento que tropieza en mi cabello,
y lo demás que venga si viene, o tiene que venir, o que no venga.
Esclavos cardíacos de las estrellas,
conquistamos el mundo entero antes de levantarnos de la cama;
pero nos despertamos y es opaco,
nos levantamos y es ajeno,
salimos de casa y es la tierra entera,
y el sistema solar y la Vía Láctea y lo Indefinido.

(¡Come chocolatinas, pequeña,
come chocolatinas!
Mira que no hay más metafísica en el mundo que las chocolatinas,
mira que todas las religiones no enseñan más que la confitería.
¡Come, pequeña sucia, come!
¡Ojalá comiese yo chocolatinas con la misma verdad con que comes!
Pero yo pienso, y al quitarles la platilla, que es de papel de estaño,
lo tiro todo al suelo, lo mismo que he tirado la vida.)

Pero por lo menos queda de la amargura de lo que nunca seré
la caligrafía rápida de estos versos,
pórtico partido hacia lo Imposible.
Pero por lo menos me consagro a mí mismo un desprecio sin lágrimas,
noble, al menos, en el gesto amplio con que tiro
la ropa sucia que soy, sin un papel, para el transcurrir de las cosas,
y me quedo en casa sin camisa.

(Tú, que consuelas, que no existes y por eso consuelas,
o diosa griega, concebida como una estatua que estuviese viva,
o patricia romana, imposiblemente noble y nefasta,
o princesa de trovadores, gentilísima y disimulada,
o marquesa del siglo dieciocho, descotada y lejana,
o meretriz célebre de los tiempos de nuestros padres,
o no sé qué moderno -no me imagino bien qué-,
todo esto, sea lo que sea, lo que seas, ¡si puede inspirar, que inspire!
Mi corazón es un cubo vaciado.
Como invocan espíritus los que invocan espíritus, me invoco
a mí mismo y no encuentro nada.
Me acerco a la ventana y veo la calle con absoluta claridad,
veo las tiendas, veo las aceras, veo los coches que pasan,
veo a los entes vivos vestidos que se cruzan,
veo a los perros que también existen,
y todo esto me pesa como una condena al destierro,
y todo esto es extranjero, como todo.)

He vivido, estudiado, amado, y hasta creído,
y hoy no hay un mendigo al que no envidie sólo por no ser yo.
Miro los andrajos de cada uno y las llagas y la mentira,
y pienso: puede que nunca hayas vivido, ni estudiado, ni amado ni creído
(porque es posible crear la realidad de todo eso sin hacer nada de eso);
puede que hayas existido tan sólo, como un lagarto al que cortan el rabo
y que es un rabo, más acá del lagarto, removidamente.

He hecho de mí lo que no sabía,
y lo que podía hacer de mí no lo he hecho.
El disfraz que me puse estaba equivocado.
Me conocieron enseguida como quien no era y no lo desmentí, y me perdí.
Cuando quise quitarme el antifaz,
lo tenía pegado a la cara.
Cuando me lo quité y me miré en el espejo,
ya había envejecido.
Estaba borracho, no sabía llevar el dominó que no me había quitado.
Tiré el antifaz y me dormí en el vestuario
como un perro tolerado por la gerencia
por ser inofensivo
y voy a escribir esta historia para demostrar que soy sublime.

Esencia musical de mis versos inútiles,
ojalá pudiera encontrarme como algo que hubiese hecho,
y no me quedase siempre enfrente de la tabaquería de enfrente,
pisoteando la conciencia de estar existiendo
como una alfombra en la que tropieza un borracho
o una estera que robaron los gitanos y no valía nada.

Pero el propietario de la tabaquería ha asomado por la puerta y se ha quedado a la puerta.
Le miro con incomodidad en la cabeza apenas vuelta,
y con la incomodidad del alma que está comprendiendo mal.
Morirá él y moriré yo.
Él dejará la muestra y yo dejaré versos.
En determinado momento morirá también la muestra, y los versos también.
Después de ese momento, morirá la calle donde estuvo la muestra,
y la lengua en que fueron escritos los versos,
morirá después el planeta girador en que sucedió todo esto.
En otros satélites de otros sistemas cualesquiera algo así como gente
continuará haciendo cosas semejantes a versos y viviendo debajo de cosas semejantes a muestras,
siempre una cosa enfrente de la otra,
siempre una cosa tan inútil como la otra,
siempre lo imposible tan estúpido como lo real,
siempre el misterio del fondo tan verdadero como el sueño del misterio de la superficie,
siempre esto o siempre otra cosa o ni una cosa ni la otra.

Pero un hombre ha entrado en la tabaquería (¿a comprar tabaco?),
y la realidad plausible cae de repente encima de mí.
Me incorporo a medias con energía, convencido, humano,
y voy a tratar de escribir estos versos en los que digo lo contrario.
Enciendo un cigarrillo al pensar en escribirlos
y saboreo en el cigarrillo la liberación de todos los pensamientos.
Sigo al humo como a una ruta propia,
y disfruto, en un momento sensitivo y competente,
la liberación de todas las especulaciones
y la conciencia de que la metafísica es una consecuencia de encontrarse indispuesto.

Después me echo para atrás en la silla
y continúo fumando.
Mientras me lo conceda el destino seguiré fumando.
(Si me casase con la hija de mi lavandera
a lo mejor sería feliz.)
Visto lo cual, me levanto de la silla. Me voy a la ventana.

El hombre ha salido de la tabaquería (¿metiéndose el cambio en el bolsillo de los pantalones?).
Ah, le conozco: es el Esteves sin metafísica.
(El propietario de la tabaquería ha llegado a la puerta.)
Como por una inspiración divina, Esteves se ha vuelto y me ha visto.
Me ha dicho adiós con la mano, le he gritado ¡Adiós, Esteves! , y el Universo
se me reconstruye sin ideales ni esperanza, y el propietario de la tabaquería se ha sonreído.

miércoles, 29 de octubre de 2008

Camus

Oh, alma mía, no aspires a la vida inmortal,
pero agota el campo de lo posible.
Píndaro: III Pítica

http://www.nietzscheana.com.ar/camus.jpg

MARAT/SADE

http://www.librodearena.com/myfiles/felicitas-r-delazaro/dav_marat.jpg
Marat asesinado, Jean Louis David


"Persecución y asesinato de Jean Paul Marat", representado por los internos del Asilo de Charenton bajo la dirección del señor de Sade
por Peter Weiss
[Fragmento]

MARQUÉS DE SADE:
Marat,
las cárceles de nuestro interior,
son peores y más profundas que las piedras
y mientras no se abran,
toda tu revolución
es sólo una verdad carcelaria
destinada a ser sofocada
por otros presos mercenarios
http://www.finearts.utexas.edu/images/tad/productions/2006-2007/marat-sade/marat-sade_press(5).jpg

viernes, 3 de octubre de 2008

Lección de escritura - C. Lèvi-Strauss

http://www.vivercidades.org.br/publique222/media/Strauss_nambi.jpg

(extracto)

CAPITULO 28 LECCIÓN DE ESCRITURA


Finalmente alcanzamos el lugar de la cita. Era una terraza are-nosa que dominaba un curso de agua bordeado de árboles entre los cuales se escondían las huertas indígenas. Intermitentemente iban llegando grupos. Hacia la noche había allí 75 personas, que representaban 17 familias agrupadas bajo trece cobertizos apenas más sólidos que los de los campamentos. Me explicaron que, en el momento de las lluvias, toda esa gente se repartiría entre cinco chozas redondas construidas para durar algunos meses. Muchos indígenas parecían no haber visto jamás un blanco; su saludo avinagrado y la nerviosidad manifiesta de su jefe sugerían que éste en cierta medida los había obligado. No estábamos tranquilos y los indios tampoco. La noche se anunciaba fría. Como no había árboles, nos vimos obligados a acostarnos en el suelo a la manera nambiquara. Nadie durmió: pasamos la noche vigilándonos amablemente.

Hubiera sido poco prudente prolongar la aventura, e insistí ante el jefe para que se procediera cuanto antes a los intercambios. Aquí se ubica un extraordinario incidente que me obliga a volver un poco atrás. Se sospecha que los nambiquara no saben escribir; pero tampoco dibujan, a excepción de algunos punteados o zigzags en sus calabazas. Como entre los caduveo, yo distribuía, a pesar de todo, hojas de papel y lápices con los que al principio no hacían nada. Después, un día, los vi a todos ocupados en trazar sobre el papel líneas horizontales onduladas. ¿Qué querían hacer? Tuve que rendirme ante la evidencia: escribían, o más exactamente, trataban de dar al lápiz el mismo uso que yo le daba, el único que podían concebir, pues no había aún intentado distraerlos con mis dibujos. Para la mayoría, el esfuerzo terminaba aquí; pero el jefe de la banda iba más allá. Sin duda era el único que había comprendido la función de la escritura: me pidió una libreta de notas; desde entonces, estamos igualmente equipados cuando trabajamos juntos. El no me comunica verbalmente las informaciones, sino que traza en su papel líneas sinuosas y me las presenta, como si yo debiera leer su res-puesta. El mismo se engaña un poco con su comedia; cada vez que su mano acaba una línea, la examina ansiosamente, como si de ella debiera surgir la significación, y siempre la misma desilusión se pinta en su rostro. Pero no se resigna, y está tácitamente entendido entre nosotros que su galimatías posee un sentido que finjo descifrar; el comentario verbal surge casi inmediatamente y me dispensa de reclamar las aclaraciones necesarias.

Ahora bien, cuando acabó de reunir a toda su gente, sacó de un cuévano un papel cubierto de líneas enroscadas que fingió leer, y donde buscaba, con un titubeo afectado, la lista de los objetos que yo debía dar a cambio de los regalos ofrecidos: ¡a éste, por un arco y flechas, un machete!, ¡a este otro, perlas por sus collares...! Esta comedia se prolongó durante dos horas. ¿Qué era lo que él esperaba? Quizás engañarse a sí mismo, pero más bien asombrar a sus compañeros, persuadirlos de que las mercancías pasaban por su ínter-medio, que había obtenido la alianza del blanco y que participaba de sus secretos. Teníamos prisa por partir, pues el momento más temible era sin duda aquel en que todas las maravillas que yo había traído se encontraran reunidas en otras manos. De tal manera que no traté de profundizar el incidente y nos pusimos todos en camino, siempre guiados por los indios.

La estada interrumpida, la mistificación de la que, sin saberlo, yo había sido el instrumento, crearon un clima irritante; para colmo, mi mula tenía aftas y sufría de dolor de boca. Avanzaba con impaciencia o se detenía bruscamente; nos peleamos. Sin darme cuenta, me encontré de pronto solo en el matorral, perdido.

¿Qué hacer? Como en los libros: alertar al grueso de la tropa mediante un tiro. Bajo del caballo, disparo. Nada. Al segundo disparo me parece que contestan. Tiro un tercero, que tiene la virtud de espantar a la mula; parte al trote y se detiene a poca distancia.



Campamento provisorio nambiquara durante una escursión de caza.


Metódicamente, me desembarazo de mis armas y de mi material fotográfico; deposito todo al pie de un árbol, cuyo emplazamiento registro. Corro entonces a la conquista de la mula, a la cual entreveo en actitudes pacíficas. Me deja aproximarme y huye cuando trato de asir las riendas. Esto recomienza varias veces; me arrastra. Desesperado, salto y me prendo con las dos manos de su cola. Sorprendida por ese procedimiento poco habitual, renuncia a escapárseme. Vuelvo a montar y me dirijo a recuperar mi material. Hemos dado tantas vueltas que ya no puedo encontrarlo.

Desmoralizado por la pérdida, me propongo ahora encontrar a mi grupo. Ni la mula ni yo sabíamos por dónde había pasado. Yo me decidía por una dirección, la mula la tomaba resoplando; o le dejaba la brida en el cuello y ella se ponía a dar vueltas en redondo. En el horizonte el sol descendía: no tenía ya armas, y me preparaba para recibir en cualquier momento una rociada de flechas. Quizá yo no era el primero en penetrar en esa zona hostil, pero mis predecesores no habían vuelto y, aunque me dejaran vivo, mi mula constituía un bocado codiciado para gentes que no tienen gran cosa que llevarse a la boca. En medio de estos sombríos pensamientos, esperaba el momento en que el sol se ocultara, pues tenía el proyecto de provocar un incendio (por suerte tenía fósforos). Poco antes de decidirme, oí voces: dos nambiquara habían vuelto sobre sus pasos cuando notaron mi ausencia, y seguían mis huellas desde el medio-día; encontrar mi material fue para ellos juego de niños. Por la noche, me condujeron al campamento, donde la tropa aguardaba.

Aún atormentado por el ridículo incidente, dormí mal; engañé el insomnio rememorando la escena del intercambio. La escritura había hecho su aparición entre los nambiquara; pero no al término de un laborioso aprendizaje, como era de esperarse. Su símbolo había sido aprehendido, en tanto que su realidad seguía siendo extraña. Y esto, con vistas a un fin sociológico más que intelectual. No se trataba de conocer, de retener o de comprender, sino de acrecentar el prestigio y la autoridad de un individuo —o de una función— a expensas de otro. Un indígena aún en la Edad de Piedra había adivinado, en vez de comprenderlo, que el gran medio para entenderse podía por lo menos servir a otros fines. Después de todo, durante milenios, y aún hoy en una gran parte del mundo, la escritura existe como institución en sociedades cuyos miembros, en su gran mayoría, no poseen su manejo. Las aldeas de las colinas de Chittagong, en el Pakistán, donde he pasado algún tiempo, están pobladas de analfabetos; sin embargo, cada una tiene un escriba que cumple su función con respecto a los individuos y a la colectividad. Todos conocen la escritura y la utilizan para sus necesidades, pero desde fuera y con un mediador extraño con el cual se comunican por métodos orales. Ahora bien, el escriba raramente es un funcionario o un empleado del grupo: su ciencia se acompaña de poder, tanto, que el mismo individuo reúne a veces las funciones de escriba y de usurero; no es que tenga necesidad de leer y escribir para ejercer su industria, sino porque de esta manera es, doblemente, quien domina a los otros.



Mujer nambiquara hilando en la misión juruena.


La escritura es una cosa bien extraña. Parecería que su aparición hubiera tenido necesariamente que determinar cambios profundos en las condiciones de existencia de la humanidad; y que esas transformaciones hubieran debido ser de naturaleza intelectual. La posesión de la escritura multiplica prodigiosamente la aptitud de los hombres para preservar los conocimientos. Bien podría concebírsela como una memoria artificial cuyo desarrollo debería estar acompañado por una mayor conciencia del pasado y, por lo tanto, de una mayor capacidad para organizar el presente y el provenir. Después de haber eliminado todos los criterios propuestos para distinguir la barbarie de la civilización, uno querría por lo menos retener éste: pueblos con escritura, que, capaces de acumular las adquisiciones antiguas, van progresando cada vez más rápidamente hacia la meta que se han asignado; pueblos sin escritura, que, impotentes para retener el pasado más allá de ese umbral que la memoria individual es capaz de fijar, permanecerían prisioneros de una historia fluctuante a la cual siempre faltaría un origen y la conciencia durable de un proyecto.

Sin embargo, nada de lo que sabemos de la escritura y su papel en la evolución humana justifica tal concepción. Una de las fases más creadoras de la historia se ubica en el advenimiento del neolítico: a él debemos la agricultura, la domesticación de los animales y otras artes. Para llegar a ello fue necesario que durante milenios pequeñas colectividades humanas observaran, experimentaran y transmitieran el fruto de sus reflexiones. Esta inmensa empresa se desarrolló con un rigor y una continuidad atestiguados por el éxito, en una época en que la escritura era aún desconocida. Si ésta apareció entre el cuarto y el tercer milenio antes de nuestra era, se debe ver en ella un resultado ya lejano (y sin duda indirecto) de la revolución neolítica, pero de ninguna manera su condición. ¿A qué gran innovación está unida? En el plano de la técnica, sólo se puede citar la arquitectura. Pero la de los egipcios o la de los sumerios no era superior a las otras de ciertos americanos que ignoraban la escritura en el momento del descubrimiento. Inversamente, desde la invención de la escritura hasta el nacimiento de la ciencia moderna, el mundo occidental vivió unos cinco mil años durante los cuales sus conocimientos, antes que acrecentarse, fluctuaron. Se ha señalado muchas veces que entre el género de vida de un ciudadano griego o romano y el de un burgués europeo del siglo xviii no había gran diferencia. En el neolítico, la humanidad cumplió pasos de gigante sin el socorro de la escritura; con ella, las civilizaciones históricas de Occidente se estancaron durante mucho tiempo. Sin duda, mal podría concebirse la expansión científica de los siglos xix y xx sin escritura. Pero esta condición necesaria no es suficiente para explicar el hecho.

Si se quiere poner en correlación la aparición de la escritura con ciertos rasgos característicos de la civilización, hay que investigar en otro sentido. El único fenómeno que ella ha acompañado fielmente es la formación de las ciudades y los imperios, es decir, la integración de un número considerable de individuos en un sistema político, y su jerarquización en castas y en clases. Tal es, en todo caso, la evolución típica a la que se asiste, desde Egipto hasta China, cuando aparece la escritura: parece favorecer la explotación de los hombres antes que su iluminación. Esta explotación, que permitía reunir a millares de trabajadores para constreñirlos a tareas extenuantes, ex-plica el nacimiento de la arquitectura mejor que la relación directa que antes encaramos. Si mi hipótesis es exacta, hay que admitir que la función primaria de la comunicación escrita es la de facilitar la esclavitud. El empleo de la escritura con fines desinteresados para obtener de ella satisfacciones intelectuales y estéticas es un resultado secundario, y más aún cuando no se reduce a un medio para reforzar, justificar o disimular el otro.



Tupi-mondé frente a su "maloca"(vivienda).


Sin embargo, existen excepciones: África indígena ha poseído imperios que agrupaban a muchos cientos de millares de súbditos; en la América precolombina, el de los Incas reunía millones. Pero en ambos continentes esas tentativas se revelaron igualmente precarias. Se sabe que el imperio de los Incas se estableció alrededor del siglo xii; los soldados de Pizarro no hubieran triunfado fácilmente sobre él si no lo hubieran encontrado, tres siglos más tarde, en plena descomposición. Por mal que conozcamos la historia antigua de África, adivinamos allí una situación análoga: grandes formaciones políticas nacían y desaparecían en el intervalo de pocas décadas. Pudiera ser que esos ejemplos comprobasen la hipótesis en vez de contradecirla. Si la escritura no bastó para consolidar los conocimientos, era quizás indispensable para fortalecer las dominaciones. Miremos más cerca de nosotros: la acción sistemática de los Estados europeos en favor de la instrucción obligatoria, que se desarrolla en el curso del siglo xix, marcha a la par con la extensión del servicio militar y la proletarización. La lucha contra el analfabetismo se confunde así con el fortalecimiento del control de los ciudadanos por el Poder. Pues es necesario que todos sepan leer para que este último pueda decir: la ignorancia de la Ley no excusa su cumplimiento.

La empresa pasó del plano nacional al internacional, gracias a esa complicidad que se entabló entre jóvenes Estados —enfrentados con problemas que fueron los nuestros hace dos siglos— y una sociedad internacional de poseedores, intranquila por la amenaza que representan para su estabilidad las reacciones de pueblos, mal llevados por la palabra escrita a pensar en fórmulas modificables a voluntad y a exponerse a los esfuerzos de edificación. Accediendo al saber asentado en las bibliotecas, esos pueblos se hacen vulnerables a las mentiras que los documentos impresos propagan en proporción aún más grande. Sin duda, la suerte está echada. Pero, en mi aldea nambiquara, las cabezas fuertes eran al mismo tiempo las más sabias. Los que no se solidarizaron con su jefe después que éste intentó jugar la carta de la civilización (luego de mi visita fue abandonado por la mayor parte de los suyos) comprendían confusamente que la escritura y la perfidia penetraban entre ellos de común acuerdo. Refugiados en un matorral más lejano, se permitieron un descanso. El genio de su jefe, que percibía de un golpe la ayuda que la escritura podía prestar a su control, alcanzando de esa manera el fundamento de la institución sin poseer su uso, inspiraba, sin embargo, admiración.


CLAUDE LÈVI-STRAUSS

martes, 20 de mayo de 2008

Vuelta a la virtualidad

Estimados coleg@s:
Después de una larga noche de como un mes sin internet, he vuelto a la virtualidad.
Postearé post parcial [sábado este].
Mientras tanto unas fotos.

Esta la sacamos en la Catedral de la Plata, con Fiorella y Peggy Sue. Catedral interesantísima. Cuenta con la roseta más importante de América (segunda foto).























Esta foto la sacó Antonin desde la terraza.
Almagro de noche.
























Foto furtiva de una muestra que visitamos al paso con Antonin y Fiorella en el Centro Cultural Recoleta [qué fifí], una especie de fotomontaje de Lacan y Freud.








Imagen:Buenos Aires Subte Linia A - interior of a Subte train.jpg
Y una de mi querido tren Subterráneo Línea A (Plaza de Mayo-Primera Junta) fundado en 1913.

Luego vuelvo,
saludos

jueves, 10 de abril de 2008

DELFIN: Amo del Kistch Global

Hola estimados lectores,
En esta ocasión, presentaré a un artista de pérdida.
Me lo presentó Fiorella y se lo agradeceré toda la vida.

Su nombre es DELFÍN.
Su video "Torres gemelas", tiene más de un millón de visitas en Youtube por todo el mundo.
No se puede mostrar la imagen “http://spa.fotologs.net/photo/26/10/41/delfin4ever/1167804836_f.jpg” porque contiene errores.
Delfín Quishpe, cantautor ecuatoriano, oriundo de San Antonio de encalado Cantón Guamote Provincia de Chimborazo, abandona la escuela cuando tenia tan solo 10 años, edad en la cual empezó a desarrollar sus dotes artísticos. En aquella época Delfín daba ya sus primeros pasos como cantautor profesional, ya que cantaba en bingos bailables, kermesses y todo tipo de festividades públicas, deleitando a multitudes.
Según él mismo dijo, Delfín no es un nombre artístico, sino que es su nombre verdadero. Sus padres le pusieron de esta forma ya que era el último hijo, el "del fín".
Hoy por hoy, Delfín es un artista de la talla de Ricky Martín, Shakira, Juanes, entre otros.
(Extraído de su página)





Oiga Delfín, pero ¿usted sabe qué significa la onda KITSCH?
No mucho, pero me parece genial que le estén dando la oportunidad a artistas nuevos de mostrarse y promocionarse, todo esto me parece muy lindo.
(Extraído de una entrevista de su página)


(ESPACIO PARA LA REFLEXIÓN).



Perdí.




Delfín es único, es kistch vívido, abyecto y a la vez inconsciente, enmarcado en el contexto de la globalización y de la cultura Youtube, a la cual, muchos contemporáneos -incluida- pertenecemos.

Saludos
J.